Mateo 26:59-65 (RVA)
“Y los principales sacerdotes y los ancianos y todo el concilio, buscaban falso testimonio contra Jesús, para entregarle a la muerte, y no lo hallaron, aunque muchos testigos falsos se presentaban. Pero al fin vinieron dos testigos falsos, que dijeron:
–Este dijo: Puedo derribar el templo de Dios, y en tres días reedificarlo.
Y levantándose el sumo sacerdote, le dijo:
–¿No respondes nada? ¿Qué testifican éstos contra ti?
Mas Jesús callaba. Entonces el sumo sacerdote le dijo:
–Te conjuro por el Dios viviente, que nos digas si eres tú el Cristo, el Hijo de Dios.
Jesús le dijo:
–Tú lo has dicho; y además os digo, que desde ahora veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viniendo en las nubes del cielo.
Entonces el sumo sacerdote rasgó sus vestiduras, diciendo:
–¡Ha blasfemado! ¿Qué más necesidad tenemos de testigos? He aquí, ahora mismo habéis oído su blasfemia.”
Imaginemos por un momento a Jesucristo nuestro Señor delante de un tribunal totalmente injusto e ilegal. Injusto, porque estaba integrado por sus más crueles críticos: los escribas y ancianos de Su época; e ilegal, porque extrañamente se reunió a medianoche, sin mayores testigos que pudieran defender a Aquel que les causaba tan terrible temor y confrontación, sin mayores testigos que pudieran defender a Aquel que los exhibió en su más hipócrita religiosidad y legalista sabiduría.
Tal era su odio contra Cristo, que no dudaron en estar toda la noche acusándole y juzgándole, con tal de acabar con ÉL. Allí estaban los escribas (los principales maestros de la Ley) y los ancianos (los principales gobernantes del pueblo); ellos eran los mayores enemigos de Cristo, nuestro gran Maestro y Señor.
Estaban en el palacio del sumo sacerdote, Caifás. Ya se habían reunido allí dos días antes, para tramar el arresto, y ahora se reunían de nuevo para llevar a cabo sus propósitos de acabar con Jesús.
La casa que debía ser el santuario donde se defendieran las causas justas, la habían convertido en el trono donde se perpetraría la iniquidad opresora más grande e injusta de todos los tiempos. No por algo nuestro Rabí de Galilea, con sabias palabras, había manifestado con antelación que la casa de Dios, lejos de ser casa de oración, la habían convertido en una cueva de ladrones.
Si cerramos nuestros ojos por un momento, les aseguro que podremos visualizar ese difícil e histórico momento por el que pasó nuestro Señor Jesucristo. Difícil, si. Injusto, también. Sentimientos de impotencia, por supuesto que también.
¿Qué no hubiéramos dado o hecho para evitar en Jesús tal experiencia? Posiblemente argumentos válidos para nosotros, quienes le amamos con todo nuestro corazón, PERO que en nada hubieran ayudado porque se empezaba a cumplir cabal y puntualmente el acto de redención más grande del universo: La reconciliación de Dios con Su pueblo, a precio de sangre, mediante el sacrificio de Su Hijo Jesús.
Este momento que Jesús vivía sin duda alguna fue el inicio de Su exaltación, fue el inicio de Su sacrificio, fue el inicio del acto de amor más grande que ha existido en la historia de la humanidad.
Nunca olvidemos este momento crucial en la vida de nuestro amado Señor Jesús.
Nunca olvidemos que en ese momento desolador para ÉL, donde le abofeteaban y escupían, se estaba gestando el acto de amor más grande del universo.
Nunca olvidemos este momento frente a quienes nos rodean, ya sea con nuestros actos incongruentes, ya sea con nuestros actos contrarios a la Palabra de Dios.
Nunca olvidemos este momento negando nuestra fe en Cristo Jesús, el Hijo del Dios viviente, siendo hipócritas y legalistas como los escribas de aquella época.
Nunca olvidemos que testimonio somos de Aquel que dio Su vida por nosotros.
Nunca olvidemos que Abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo, en los tribunales celestiales.
Dios les bendiga abundantemente.
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