«Venid a mí, todos los que estáis fatigados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga.»
El propio Señor Jesucristo nos llama a allegarnos a ÉL como nuestro Reposo, para depositar en ÉL el peso de nuestras cargas y descansar en ÉL. Vemos aquí las condiciones en que debemos estar las personas invitadas: todos los fatigados y cargados.
La fatiga infiere un esfuerzo prolongado son mediar descanso; la carga conlleva el peso de algo que nos abruma. En aquél tiempo los maestros de la ley fatigaban y cargaban a todos los judíos con los innumerables preceptos que imponían, imposibles de soportar:
“Ahora pues, ¿por qué ponéis a prueba a Dios, colocando sobre el cuello de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros hemos podido llevar? (Hechos 15:10 RVA).
Jesús vino a aliviar nuestra fatiga y a descargarnos del peso de la Ley, pues su mandamiento de amarnos los unos a los otros como ÉL lo mandó, no es gravoso.
Pero esto no para ahí, porque hay un peso especial que produce no sólo fatiga, sino una ansiedad insoportable: el del pecado. Quienes no estamos en paz con Dios, no podemos tener un verdadero reposo en nuestra conciencia; por mucho que lo escondamos, será hallado, pues nada es oculto para Dios.
Quienes reconocemos estar cargados con este peso y acudimos a Jesús en busca de alivio, sin lugar a dudas tendremos perdón y paz.
La bendición prometida a los que acudan a ÉL es: “…y Yo os haré descansar.” A Cristo no puede acudir ni el indolente ni el impaciente ni el soberbio.
Quienes pretendamos allegarnos a Jesús como nuestro Señor y someternos a ÉL (llevar Su yugo), estemos claros que el descanso que Cristo promete no es una incitación a la holgazanería, ni un permiso para pecar una y otra vez. El llamar a los que están fatigados y cargados, para invitarles a llevar Su yugo, parece a simple vista añadir aflicción al afligido, pero no es así, porque no olvidemos que Cristo lo ha llevado primero, aprendiendo obediencia mediante el sufrimiento, y ÉL nos ayuda a llevarlo mediante su Espíritu, el cual nos ayuda en nuestra debilidad.
“Y asimismo, también el Espíritu nos ayuda en nuestras debilidades; porque cómo debiéramos orar, no lo sabemos; pero el Espíritu mismo intercede con gemidos indecibles.” (Romanos 8.26 RVA)
Renunciar al yugo de Cristo es darle la espalda al propósito que tiene Dios para nosotros, porque no debemos olvidar que Su yugo es cómodo, y Su carga ligera. Es como si Jesús nos dijera “No te asustes por eso; el yugo que yo voy a imponerte es cómodo, está tan apto y ajustado a tu cuello, que no te va a producir herida ni rozadura; al contrario, te va a servir de alivio, porque es un yugo forrado de amor”. Wow. Así son todos los preceptos de Cristo, pues todos están resumidos en esa palabra: amor.
Al principio, ese yugo nos puede parecer pesado, pero se hace ligero a medida que avanzamos en la fe y en la esperanza en nuestro Señor Jesucristo.
Nunca olvidemos que Jesús es sabedor de nuestra debilidad y, por eso, nos impone un yugo suave y una carga ligera, contrario al yugo insoportable que llevamos cuando vamos por la vida solos y con la soberbia de no necesitar de ÉL.
No olvidemos que nuestro Señor Jesucristo nos dice que todos los que estemos cansados o resentidos o cargados o enfermos o angustiados, nos acerquemos a ÉL, porque solo Cristo trae el descanso, el consuelo, la sanidad y la paz que nada ni nadie en el mundo nos puede dar.
No permitamos que el pecado o los problemas nos llenen de angustia, ningún pecado, ninguna debilidad y ningún problema son más grandes que nuestro infinito y poderoso Dios.
“…y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo.” (1 Juan 2:1 RV60)
Dios les bendiga grandemente.
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