“Por esta causa, pues, doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo, de quien recibe nombre toda familia en el cielo y en la tierra, que os conceda, conforme a las riquezas de su gloria, ser fortalecidos con poder por su Espíritu en el hombre interior; de manera que Cristo more por la fe en vuestros corazones; y que arraigados y cimentados en amor, seáis capaces de comprender con todos los santos cuál es la anchura, la longitud, la altura y la profundidad, y de conocer el amor de Cristo que sobrepasa el conocimiento, para que seáis llenos hasta la medida de toda la plenitud de Dios. Y a aquel que es poderoso para hacer todo mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos, según el poder que obra en nosotros, a Él sea la gloria en la iglesia y en Cristo Jesús por todas las generaciones, por los siglos de los siglos. Amén.”
Últimamente me he puesto a pensar cuáles pueden ser las motivaciones que tenemos quienes queremos servir a Dios, ya sea para continuar con nuestra vida de fe en el Señor, o bien, mantenernos al margen y conformarnos con ver únicamente las maravillas que ÉL hace en los demás.
Muchos creen, al menos la mayoría de los que conozco y que le sirven a Dios, que para tan digno oficio se necesita no tener problemas y ser casi casi perfecto o inmaculado. Ellos seguramente lo negarán, pero su afán por esconder su lado vulnerable y la ausencia de problemas en sus vidas, sin duda alguna pueden llegar engañar a la gente, al grado de considerar a tales siervos seres espirituales superiores a nosotros los mortales. No hay nada mas falso que ello.
Se les olvida que Quien hace el milagro de salvación en las personas es precisamente Jesucristo el Hijo del Dios viviente. Es por ello que quienes servimos al Señor a veces llegamos a un punto donde perdemos el rumbo, de cómo hacer las cosas o para quién hacer las cosas. Podemos seguir llevando nuestro ministerio como siempre lo hemos llevado, pero llega un momento en que podemos perder el rumbo de lo que estamos haciendo porque para nosotros se volvió monótono y sin sentido.
¿Cómo se puede identificar si aún lo que hacemos está bien? ¿Si aún estamos viviendo nuestro verdadero llamado?
En la Palabra de hoy podemos ver un Apóstol Pablo rogando al Señor para que cada uno fuera fortalecido con poder por medio del Espíritu Santo. Cuando decimos: ya no vivo yo, mas Cristo vive en mí, adoptamos una nueva naturaleza como hijos de Dios y renunciamos al viejo hombre. Allí estamos en la condición y capacidad de comportarnos como siervos de Dios.
Se sabe que no hay personas perfectas, pero Dios pone en nosotros una capacidad superior por ser sus hijos, no nos demanda perfección, pero sí que cada día esa vieja naturaleza desaparezca y perseveremos en nuestra intimidad para así lograr la encomienda que nos fue dada por ÉL. No podemos escoger, dejar o pretender que Dios entienda nuestros errores. Por el contrario, debemos tener la conciencia de que lo único que nos va dar el poder de enfrentar las situaciones difíciles es Su Espíritu Santo, Quien nos dará la fortaleza que nuestro espíritu necesita para seguir perseverando en la encomienda.
Un hijo de Dios no puede afirmar que vive como hijo de Dios si el poder de Dios no se manifiesta en su vida. Nuestro mayor y único ejemplo de comportamiento de un hijo de Dios fue Jesús. Si analizamos su comportamiento, Jesús era una persona que oraba por los enfermos y servía a los demás. Jesús no tenía comportamientos de amargura o de mentira. Si el poder de Dios no se ve reflejado en nosotros, lo que las demás personas van a ver en nosotros es debilidad.
Debemos buscar en nuestro interior esa área que ésta débil para fortalecerla. No debemos olvidar que el enemigo nos atacará en nuestras áreas débiles, y al hacerlo empezaremos a sentir debilidad al querer orar, al querer madrugar e interceder, al momento de servir, al momento de compartir la Palabra. ¿Y saben cómo? Haciéndonos caer en la condenación de que nosotros no somos dignos ni perfectos para servirle a Dios.
El poder que Dios ha prometido a sus hijos se tiene que manifestar en nosotros si realmente somos hijos de Dios. No solo se trata de llevar un ministerio, se trata de que todos los días la manifestación de Dios sea coherente en nuestras vidas. ¿Cuándo recibiremos el poder? Cuando recibamos el Espíritu Santo. Pero si el Espíritu Santo ya está en nuestras vidas y no sentimos ese poder, es porque nuestro espíritu está adormecido, y de esa manera no escuchamos lo que el Espíritu Santo nos quiere decir. Debemos ser conscientes de nuestra batalla diaria contra el enemigo; si no somos conscientes de esta situación, podemos caer en la monotonía del ministerio y dejar de hacer con pasión las actividades que el Espíritu Santo nos demanda hacer, pues no hemos perseverado en Cristo Jesús.
Nadie puede avanzar en su llamado si no tenemos fe. Y la fe debe habitar en nuestros corazones, en nuestra alma. Tener fe es un proceso diario y constante de sanidad de nuestra alma. La fe no se puede establecer donde hay duda y resentimiento. No podremos ver a Dios como ÉL desea que lo veamos si hay dudas, resentimientos y reproches de nuestro pasado. Para que nosotros tengamos vida en lo que hacemos debemos tener fe en nuestros corazones. Nunca olvidemos eso.
Dios les bendiga grandemente
Recibe gratis en tu e-mail las reflexiones de El Principio.