“No améis al mundo ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo, la pasión de la carne, la pasión de los ojos y la arrogancia de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo.”
Una persona ungida es alguien que está llena de la Presencia de Dios y su estilo de vida lo demuestra. Dos de las cosas que anhela Dios en sus hijos es la sinceridad y la congruencia.
Hay personas que decimos amar a Dios, pero no creemos en lo que Dios dice. Yo no puedo decir que amo a Dios y no creer en el matrimonio. Yo no puedo decir que amo a Dios y vivir en la inmundicia. Yo no puedo decir que amo a Dios y hacer negocios ilegales. De igual manera yo no puedo decir que amo a Dios y tratar mal a mi esposa o darle mal ejemplo a mis hijos.
Desafortunadamente hay muchas personas que tenemos esa incongruencia en la vida. No puedo decir que amo a Dios y no creer en lo que Dios cree, o hacer lo que a Dios no le agrada. Tal incongruencia nos enferma el alma y nos hace vulnerables ante los tropiezos, las dificultades y las adversidades.
La Palabra de hoy nos dice que si amamos a Dios, no amemos el mundo, porque dice: los deseos de los ojos, los deseos de la carne, no provienen del Padre, el que está perdido es porque está amando al mundo, está satisfaciendo los deseos de la carne.
Todos tenemos deseos en la carne, pero el problema es amar dichos deseos, es decir, ponerlos por encima de lo que Dios nos pide hacer o no hacer; los deseos de la carne se refiere a lo que los sentidos nos provocan, y lo que dice la Palabra es que si queremos estar ungidos llenos de la gloria de Dios, no amemos los deseos de la carne.
Cuando amamos esos deseos caemos en excesos innecesarios en la vida, no hay nada más peligroso que dejarse llevar por lo que la carnalidad o sensualidad (como ya lo hemos visto) nos piden hacer. Dios no vino por gente perfecta, pero si por gente sincera y congruente, que sea capaz de decirle: “Señor yo no quiero seguir amando los deseos de la carne, sólo quiero amarte a ti y lo que tú amas mi Señor”.
Un verdadero hijo de Dios debe estar ungido, la palabra ungido significa “untar” o “frotar” y para ello debe haber cercanía; esa es la razón por la cual no se puede decir que se está lleno de Dios estando lejos de ÉL.
No podemos negociar o lucrar con la fe. Hoy debemos sacar eso de nuestra vida y no seguir siendo simplemente “vendedores de imagen”, aparentando creer en Dios, simplemente porque hablamos medio bonito. Es necesario salir de ese engaño y mostrar con los hechos que Dios está en nosotros, y ello se demuestra tratando a todos los que nos rodean –comenzando por nuestra familia– de forma correcta, igual en la forma de hacer negocios, etc. Es necesario demostrar que en verdad somos hijos de Dios, es necesario asumir el desafío de demostrar a todos que estamos llenos de la Presencia de Dios, todos los días, no únicamente los domingos cuando vamos a la iglesia.
La gloria de Dios persigue a la gente que ama a Dios. La Palabra dice que no amemos los deseos de la carne, ni los deseos de los ojos, de lo contrario estaremos en problemas delicados. No amemos los deseos de los ojos, porque estos destruyen nuestra vida; no amemos la vanagloria de la vida, pensar que lo que uno es o lo que tiene es por uno mismo, es un terrible error, porque lo que somos y lo que tenemos se lo debemos a Dios.
Dios no quiere motivarnos, ÉL quiere transformarnos, y la única forma de hacerlo es confrontando nuestra vida con Su Palabra, y la confrontación demanda total sinceridad de parte de nosotros. Debemos entender que todos nos necesitamos porque así hemos sido diseñados por Dios, porque todo aquel que se encierre en sí mismo, se destruye porque no fuimos hechos para estar así. Como hijos de Dios somos una familia y nos necesitamos unos a otros y ninguno es mejor que otro.
Dios sólo puede ungir y llenar con su presencia, a gente humilde, gente sencilla que sea capaz de doblar sus rodillas en las madrugadas, para ir delante de Dios y decirle que realmente sin ÉL nada podemos hacer y que es mucho lo que le necesitamos a ÉL. Precisamente es allí donde el Señor nos llena de su Presencia y cambia por completo nuestra manera de hablar y de actuar, haciéndonos personas diferentes.
Decidamos a no amar más el deseo de los ojos, de la carne, a la vanagloria de la vida, renunciemos a todo ello y saquemos todo lo que no es agradable a Dios. Pongámonos en las manos de Dios, porque todo lo que coloquemos en ÉL, Dios lo hará multiplicar en gran manera.
Dios les bendiga grandemente.
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