“Cuídense unos a otros, para que ninguno de ustedes deje de recibir la gracia de Dios. Tengan cuidado de que no brote ninguna raíz venenosa de amargura, la cual los trastorne a ustedes y envenene a muchos.”
Hay tantos factores que a lo largo de nuestra vida han ido borrando la sonrisa de nuestra boca, han robado el gozo de nuestro corazón, tomando entonces el control de nuestra vida la tristeza, la amargura, el odio.
Todos el algún momento de nuestra vida hemos pasado o estamos pasando por tristes y difíciles situaciones que le han robado a nuestro corazón esa pureza y ese gozo con el que nacemos, dejándonos en él una raíz de tristeza y amargura, una raíz venenosa que se va alimentando una y otra vez con cada difícil situación o mala experiencia que vamos pasando.
Dice la Palabra que del corazón mana la vida, pero qué vida vamos a tener si estamos llenos de amargura en nuestro corazón.
La amargura es un acumulo de frustraciones y sentimientos que se han guardado en nuestro corazón a lo largo de nuestra vida, por la falta de perdón en nosotros, pero no quisiera referirme al perdón el día de hoy, sino a las consecuencias que trae la amargura a nuestra vida.
Es impresionante como nos acostumbramos a vivir en amargura. Lo hacemos una forma de vida. Asumimos inclusive una actitud de justificación por nuestra amargura, ya sea por la terrible enfermedad de la que hemos padecido tantos años, ya sea por la precaria situación económica de la que hemos padecido tantos años, ya sea por la falta de trabajo con la que hemos batallado tantos años, etc. Ojalá con esa actitud pudiéramos solucionar las cosas, pero no. Por el contrario, nos hacemos mas daño, y lo peor, les hacemos daño a los demás, le hacemos daño a quienes nos rodean, le hacemos daño a quienes nos aman.
“Sobre todas las cosas cuida tu corazón, porque este determina el rumbo de tu vida.”
Hagamos un auto análisis honesto hacia nosotros mismos.
¿Nos consideramos una persona amargada? Si nos miramos ante un espejo ¿Cómo nos reflejamos en él? ¿Se nota nuestra amargura? ¿Cómo se ve nuestra cara? ¿Cómo hablamos? ¿De qué hablamos? ¿Se escucha nuestra amargura?
¿Cómo tratamos a quienes están a nuestro alrededor? ¿Cómo tratamos a nuestro cónyuge? ¿Cómo tratamos a nuestros hijos? En nuestro trabajo somos personas queridas o solo nos soportan. Los tratamos déspotamente, fríamente, con odio, o todo lo contrario.
Cuántos de nosotros en alguna etapa de nuestra vida, si no es que ahora, hemos estado como Job?
Este tema de la amargura tiene su origen en nuestro corazón, sin duda alguna:
«El que es bueno, de la bondad que atesora en el corazón produce el bien; pero el que es malo, de su maldad produce el mal, porque de lo que abunda en el corazón habla la boca.» (Lucas 6:45 NVI)
Todos estamos conscientes que la Gracia de nuestro Señor Jesucristo es la que nos ayuda en nuestra debilidades, es el poder sobrenatural que nos permite hacer lo que en nuestras fuerzas naturales no podemos, por ello se nos exhorta a cuidarnos unos a otros, por ello se nos exhorta a procurarnos unos con otros, por ello se nos exhorta a no contaminar a los demás y a no permitir que seamos contaminados para NO dejar de recibir la Gracia de Dios.
Como seres humanos somos débiles y nuestra carne esta vulnerable a un sinfín de sentimientos, somos seres emocionales, y es por ello que necesitamos que ese poder sobrenatural de Dios se perfeccione en nosotros, arrancando toda raíz de amargura y seamos libres.
«pero él me dijo: «Te basta con mi gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad.» Por lo tanto, gustosamente haré más bien alarde de mis debilidades, para que permanezca sobre mí el poder de Cristo.» (2 Corintios 12:9 NVI)
El Señor Jesucristo sabe que somos débiles, el Señor sabe que estamos propensos a caer en el engaño de la amargura , el nos da la salida siempre en cada situación, nosotros tenemos que hacer lo que nos toca, acercarnos confiadamente al trono de la gracia, acercarnos a Jesucristo el Hijo de Dios.
«Así que acerquémonos confiadamente al trono de la gracia para recibir misericordia y hallar la gracia que nos ayude en el momento que más la necesitemos.» (Hebreos 4:16 NVI)
Jesucristo, nuestro Sumo Sacerdote, nuestro Maestro, comprende todas y cada una de nuestras debilidades, porque ÉL siendo hombre enfrentó todas y cada una de las pruebas que, en otro contexto y circunstancias, enfrentamos nosotros hoy en día. Y lo más sorprendente de todo ello es que Jesucristo nunca pecó, nunca hubo amargura en ÉL, nunca hubo odio en ÉL, porque estaba revestido de la gracia de Dios, porque estaba revestido del poder de Dios.
Que el poder y la gracia de Dios este con ustedes todos los días de su vida.
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