Romanos 12.15
“Gozaos con los que se gozan; llorad con los que lloran.”
Las lágrimas nos incomodan, es un hecho, pero ¿Por qué?
Porque cuando vemos a alguien llorando no sabemos bien qué hacer. Comenzamos a buscar en nuestra mente alguna frase que ayude o anime a la persona, o por lo menos que haga que deje de llorar.
Seguramente se debe, al menos en parte, a que muchos hemos crecido en ambientes en los cuales no era aceptable llorar; o de diferentes formas se nos insinuó que las lágrimas no se ven bien sobre todo siendo hombres; o bien no tenemos la empatía suficiente para poder abordar una situación así.
Las lágrimas, sin embargo, son una forma visible de mostrar compasión. Si nos vamos a la Palabra Jesús lloró. Lloró en la tumba de Lázaro. Lloró cuando vio el estado espiritual de Jerusalén. Según Hebreos, fue oído en Getsemaní porque ofreció “ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas” (5:7).
La ternura y compasión de Jesús marcaba una fuerte diferencia con la actitud de los demás sacerdotes y líderes de Israel. Un ejemplo de ello es lo que describe Ezequiel en uno de los pasajes más duros que las Escrituras dirigen a los que ocupan puestos de responsabilidad:
“No fortalecisteis a las débiles ni curasteis a la enferma; no vendasteis la perniquebrada ni volvisteis al redil a la descarriada ni buscasteis a la perdida, sino que os habéis enseñoreado de ellas con dureza y con violencia” (Ezequiel 34:4).
Vemos entonces, que el tema de la compasión es un asunto serio para aquellos que hemos sido llamados a servir a Dios. Sin embargo, cuando nos encontramos con personas quebrantadas no podemos resistirnos a la tentación de decir algo que alivie el sufrimiento, de ofrecer algún consejo, de citarle por ejemplo el texto de Romanos 8:28:
“Y sabemos que Dios hace que todas las cosas cooperen para el bien de los que lo aman y son llamados según el propósito que él tiene para ellos.”
Es un hecho que ante una situación como la que comentamos antes tenemos una fija convicción de que lo que la persona está buscando es la solución a sus problemas, pero también es un hecho que la solución no la encontrará en nosotros.
Si bien es importante ayudar, la exhortación de Pablo nos orienta hacia algo mucho más sencillo e infinitamente más efectivo que las palabras. No nos dice que “aconsejemos” al que está llorando. Nos manda a que lloremos con esa persona. Ni más ni menos que eso.
Esto no necesariamente significa que debemos derramar lágrimas visibles para cumplir con la Palabra. Pero sí necesitamos demostrar que nuestro corazón está quebrantado por aquello que ha quebrantado el corazón de la persona afectada.
En el momento de crisis, la persona afectada no necesita consejos. Lo que necesita es el consuelo de saber que hay otros que la entienden, que su dolor es percibido por aquellos que están a su alrededor. Esta identificación con el que está dolido, tiene más poder terapéutico que todas las palabras de sabiduría que puedan decirse en el momento de angustia, pues abre un camino para que el Espíritu de Dios fluya a través de nuestra persona hacia el corazón del que ha sido golpeado.
Será el tiempo el que dará la oportunidad de orientar y aconsejar a la persona afectada, pero es importante nunca perder la oportunidad de hacernos uno con el que está sufriendo y que no necesariamente busca un consejo.
Estoy seguro que Dios hará grandes cosas en la vida de la persona lastimada, pero también estoy seguro nos tocará profundamente a nosotros.
Dios les bendiga mucho.
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