Mateo 28.18–20 (NTV)
“Jesús se acercó y les habló diciendo: «Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra. Por tanto, id y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado. Y yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo».”
Meditemos un poco en el último encargo de Jesús a sus discípulos. Dicho encargo debemos verlo y ubicarlo hoy en día en el marco de nuestra vida cotidiana y desde el punto de vista de que la formación de un discípulo requiere de un compromiso incondicional por parte de quien lo esta formando como tal. Un discípulo, como dicen los que saben, no nace, se hace.
En la reflexión de este día detengámonos en el propósito de nuestro esfuerzo: hacer discípulos. Un discípulo se diferencia marcadamente de un creyente. La misma palabra “creyente” nos indica dónde está el propósito de la vida de esta persona: en creer.
Creer, en nuestro contexto, es una actividad netamente intelectual o mental. Saber esto nos ayuda a entender por qué tantos de nosotros llevamos vidas que no testifican del poder de Cristo obrando transformación en nosotros. Llevamos nuestras vidas construidas sobre una afirmación del valor de ciertas verdades doctrinales o bíblicas. Pero las verdades almacenadas en nuestra cabeza carecen de poder para producir cambios o un compromiso genuino con el Señor Jesucristo. El resultado es que en la iglesia habemos muchos adherentes al cristianismo, pero pocos discípulos.
En el Nuevo Testamento, cuando se hablaba de discípulos, la gente inmediatamente pensaba en la relación existente entre un alumno y su maestro. La vida de los discípulos era inseparable de la vida de sus maestros. Cuando las multitudes identificaban a los discípulos de Cristo, sabían que eran personas que andaban con el Maestro de Galilea. Se les veía con ÉL en todo momento, y ellos le seguían donde quiera que ÉL iba.
He aquí, entonces, la definición más sencilla y clara de lo que es un discípulo: es alguien que está siguiendo a Cristo.
La palabra “seguir” indica movimiento. Nuestro llamado, entonces, consiste en llevar a las personas a una vida en movimiento, y con ello no nos estamos refiriendo a nuestro ir y venir a la iglesia cada domingo. Movimiento, entonces, es aquel que existe como resultado de seguir a Jesús, mostrando como ÉL se mueve en nuestras relaciones familiares, en nuestro trabajo, en nuestros tiempos de ocio y entre aquellos que comparten nuestra fe. Jesucristo nunca estuvo, ni está, ni mucho menos estará quieto, y sus discípulos tampoco podrán estarlo. Formar un discípulo es, en esencia, enseñarle a otro el secreto de caminar todo el día con Cristo.
Una vez más, nos damos cuenta de que no se trata de una clase, ni de un curso de tres semanas. Requiere entablar una relación donde, primordialmente, la otra persona observa nuestro propio ejemplo. A esta sagrada y difícil comisión es a la que hemos sido llamados.
Hemos de notar, no obstante, que como creyentes necesitamos de atención permanente porque no tenemos, en sí, la realidad interior que produce verdadera vida espiritual. Eventualmente, como discípulos no solamente aprenderemos a caminar solos, sino que también nos reproduciremos en otros.
Sin duda, solo de esta manera se extendrá el Reino de Dios aquí en la tierra.
Dios les bendiga abundantemente.
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